Oda al Atlántico I
El mar: el gran amigo de mis sueños, el fuerte
titán de hombros cerúleos e inenarrable encanto:
en esta hora, la hora más noble de mi suerte,
vuelve a henchir mis pulmones y a enardecer mi canto…
El alma en carne viva va hacia ti, mar augusto,
¡Atlántico sonoro! Con ánimo robusto,
quiere hoy mi voz de nuevo solemnizar tu brío.
Sedme, Musas, propicias al logro de mi empeño:
¡mar azul de mi Patria, mar de Ensueño,
mar de mi Infancia y de mi Juventud… mar Mío!
Era el mar silencioso…
Diríase embriagado de olímpico reposo,
prisionero en el círculo que el horizonte cierra.
El viento no ondulaba la bruñida planicie
y era su superficie
como un cristal inmenso afianzado en la tierra.
En lucha las enormes y opuestas energías,
las potencias caóticas, sustentaban bravías
el equilibrio etéreo
– a la estática adicto y al Aquilón reacio –
en un inmesurable atletismo de espacio:
lo infinito del agua y el infinito aéreo…
Así pasaron cientos de centurias iguales,
soledad y misterio… Las potencias rivales,
sin abdicar un punto, mantenían su puesto
con su actitud de siglos y su forzado gesto.
Mas, de pronto, una noche claudican los puntales,
se anuncian cosas nuevas y sobrenaturales.
Primero es un menguado claror alucinante.
Ronco rumor distante
se acerca presuroso por el azul sereno;
un diamante de fuego raya el éter, un trueno
repercute en la clara concavidad de un monte
de la tierra cercana… y en el brutal desgarro
de una nube aparece, llenando el horizonte
– áureo de prestigios -, Poseidón, en su carro…
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