Parte I
El Squire Trelawney, el doctor Livesey y los demás señores me han encargado de poner por escrito todo lo referente a la «Isla del Tesoro», de punta a cabo, sin dejar otra cosa en el tintero que la posición de la isla, y esto porque aún quedan allí riquezas que no han sido recogidas. Tomo, pues, la pluma en el año de gracia de 17... y retrocedo hasta el tiempo en que mi padre era el dueño de la posada del «Almirante Benbow», y en que el viejo navegante, de moreno y curtido rostro, cruzado por un sablazo, se acomodó como huésped bajo nuestro techo.
Lo recuerdo, como si hubiera sido ayer, tal como llegó, con torpe andadura, a la puerta del albergue, y tras él, siguiéndole en una carretilla, un cofre de marinero. Era un hombrazo alto, recio, pesado, de color de nuez; la coleta embreada le caía sobre los hombros de la casaca azul, cubierta de manchas; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con las uñas negras y rotas; y la cuchillada, que cruzaba una de sus mejillas, había dejado un costurón lívido, de sucia blancura. Paréceme que le estoy viendo mirar en torno de la ensenada, silbando entre dientes, y después tararear aquella antigua canción marinera, que cantaba luego tan a menudo:
Quince hombres van en El Cofre del Muerto. | |||
¡Ay, ay, ay, la botella de ron! |
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