De los placeres accesibles
Detenerse en la heladería.Círculos, túneles de colores tras el mostrador
Y la dueña con la cuchara honda
Escanciando la gélida dulzura sobre los barquillos
cuyo crujido mis dientes adivinan.
Con precisión imparto las instrucciones:
Pido el helado suave que sale voluptuoso de la máquina
—el que me recuerda el Tastee Freeze
que estaba a media cuadra de la tienda de mi papá
en la Avenida Roosevelt—
Tiembla el cuerpo de pulido metal de la máquina
sobre el que se condensa la humedad
en una película opaca.
Del grifo desciende el grueso chorro de helado
a posarse sobre la vacía, seca concavidad,
que tiene sabor a hostias prohibidas.
Despacio, como la cintura de una mujer cuando baila
baja el helado de café. Lo cubre luego el de chocolate
más denso y oscuro.
Me siento sola en la heladería desierta
y empiezo con mi lengua a lamer los costados del alto cucurucho,
abandonándome a una infancia perversa. Hace calor.
Debo hacer mi trabajo con la debida fruición.
Pasar la lengua por la entera circunferencia,
de abajo arriba para que nada se derrame,
para que la superficie adquiera a todo el derredor
la suavidad y tersura de un perfecto gorrito de duende polar e imaginario.
Cierro los ojos. Saboreo. Gozo.
No sólo de pan
vive la mujer.
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