Es cierto que hay
instantes en los que la vida decide tomar una nueva dirección? ¿En los
que el mundo, tal como lo conocemos, deja de existir? ¿En los que, en
cuestión de segundos, nos convertimos en personas completamente
diferentes? ¿Es el momento en que el ser amado nos confiesa que ama a
otro y nos abandona? ¿El día que enterramos a nuestro padre o a nuestra
madre o a nuestro mejor amigo? ¿El minuto en el que el médico nos
informa de que tenemos un tumor maligno en la cabeza?
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Evidentemente,
no me refiero a aquel arrebato de pasión que creemos que nos durará
toda la vida, que nos mueve a decir y hacer cosas que al cabo del tiempo
lamentamos, que nos hace suponer que no podemos vivir sin una
determinada persona, que nos lleva a temblar de miedo al pensar que
podemos volver a perderla. Aquel sentimiento que nos vuelve más pobres,
no más ricos, porque queremos poseer lo que no podemos poseer, queremos
tener lo que no podemos retener. Ni tampoco me refiero al amor físico ni
al amor propio, parásitos que gozan de camuflarse de amor interesado.
Hablo
del amor que vuelve la vista a los ciegos. Del amor que es más fuerte
que el miedo. Hablo del amor que dota a la vida de un sentido que no
atiende a las leyes de la caducidad, que nos hace crecer y no conoce
fronteras. Hablo del triunfo del ser humano sobre el egoísmo y la
muerte.
El arte de escuchar los latidos del corazón.
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