Adrienne Farival no anunciaba nunca su llegada, pero las buenas monjitas
sabían muy bien cuándo esperarla. Cuando la fragancia de las lilas en
flor empezaba a impregnar el aire. Sor Agathe se acercaba muchas veces a
la ventana a lo largo del día, con la expresión feliz y beatífica en la
cara con que las almas puras y simples esperan la llegada de aquellos a
los que aman.
Mas no fue Sor Agathe, sino Sor Marceline la que primero la descubrió
cruzando el hermoso césped que ascendía hasta el convento. Llevaba los
brazos llenos de grandes ramos de lilas que había ido recogiendo durante
su paseo. Iba ataviada toda de marrón, como uno de esos pájaros que
llegan con la primavera, solían decir las monjas. Era rellenita y grácil
y caminaba con paso alegre y optimista. El cabriolé que la había
llevado hasta el convento ascendía lentamente por el camino de gravilla
que llegaba hasta la imponente entrada. Junto al conductor estaba su
modesto baulito negro, en el cual aparecían su nombre y su dirección
impresos en letras blancas: «Mme. A. Farival, París.» El crujir de la
gravilla fue lo que llamó la atención de Sor Marceline. Y a renglón
seguido empezó la conmoción.
Unas cabezas de cofias blancas aparecieron de repente en las ventanas;
ella les hizo un saludo con el quitasol y el ramo de lilas. Sor
Marceline y Sor Marie Anne aparecieron, revueltas y expectantes en la
entrada. Pero Sor Agathe, más atrevida e impulsiva que las demás, bajó
las escaleras y salió volando por el campo de hierba para recibirla.
¡Qué abrazos, donde las lilas quedaron estrujadas! ¡Qué besos tan
ardientes! ¡Qué rubores de felicidad invadieron las mejillas de las dos
mujeres!
de Lilas
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