Las casas de París no temen al viento ni a la
imaginación
(son sólidos pisapapeles,
el contrapeso de los sueños).
En el río compiten barcos blancos llenos de una
multitud
que reclama un saludo de los que están en la orilla;
esa multitud está de un humor excelente y liquida el
pasado.
De un taxi sale una pareja de turistas ricos
con ropas brillantes; los esperan camareros
con unas levitas que la moda no ha transformado.
Mientras, el Jardín de Luxemburgo empieza a vaciarse
y se transforma en un gigantesco herbario silencioso;
no recuerda a todos los que pasaron
por sus caminos sin percibir que ya no vivían.
Aquí vivió Mickiewicz, y allí August Strindberg
trabajó en la piedra filosofal
que no llegó a encontrar.
Está anocheciendo, viene una noche seria por el este,
recelosa y taciturna.
La noche viene de Asia y no hace preguntas.
Qué bello es lo extraño, qué fría la felicidad.
Se encienden luces amarillas en las ventanas sobre el
Sena
(he aquí algo realmente misterioso: la vida
de otras personas).
Lo sé, en esta ciudad ya no existe el secreto.
Pero existen los plátanos, las plazas y los cafés,
las calles afectuosas
y la mirada clara de las nubes que se va apagando
lentamente.
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