XXIV
Nunca jamás debiera hablar de aquella noche.
Recuerdo que la luna iba entre mar y cielo
transformándolo todo. La luna navegando
en tus ojos o tú navegando en la luna
que hacía de la noche un alba plateada.
La luna desvelando olvidados jardines
en las costas lejanas, poniendo fuego azul
en la nave, que iba extraviada de un lado
para el otro, con cuerpos dormidos en el aura
húmeda que inflamaba la soledad marina.
Ya no puedo hablar de tu cuerpo buscado
por la luna, olfateado por su ojo de sangre,
perseguido en la noche, tan herido, tan muerto.
Luna-presa eras tú cercada por mastines
de música, cazada entre mórbidos mármoles.
Luna muerta en los brazos del que te acariciaba.
Y, desde aquel nocturno, tú ya no serás nada,
pues nada puede ser quien ha estado ya muerta,
sublimemente muerta en la hora del límite,
en el instante aquel como un asesinato
en que Divinidad encanta a los mortales.
No sé si se movía la nave y junto a ella
el mundo; yo no sé si la luna bajaba
o ascendía tu cuerpo como una blanca hostia,
pues era muy profundo tu deseo de darte
a la noche, de ser, en su boca de estrellas
distantes, una diosa, un cuerpo desangrado
de diosa comulgado por el cielo abismal.
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