Me gusta que no hagamos las cosas que no hacemos. Me gustan nuestros
planes al despertar, cuando el día se sube a la cama como un gato de
luz, y que no realizamos porque nos levantamos tarde por haberlos
imaginado tanto. Me gusta la cosquilla que insinúan en nuestros músculos
los ejercicios que enumeramos sin practicar, los gimnasios a los que
nunca vamos, los hábitos saludables que invocamos como si, deseándolos,
su resplandor nos alcanzase. Me gustan las guías de viaje que hojeas con
esa atención que tanto te admiro, y cuyos monumentos, calles y museos
no llegamos a pisar, fascinados frente a un café con leche. Me gustan
los restaurantes a los que no acudimos, las luces de sus velas, el sabor
por venir de sus platos. Me gusta cómo queda nuestra casa cuando la
describimos con reformas, sus sorprendentes muebles, su ausencia de
paredes, sus colores atrevidos. Me gustan las lenguas que quisiéramos
hablar y soñamos con aprender el año próximo, mientras nos sonreímos
bajo la ducha. Escucho de tus labios esos dulces idiomas hipotéticos,
sus palabras me llenan de razones. Me gustan todos los propósitos,
declarados o secretos, que incumplimos juntos. Eso es lo que prefiero de
compartir la vida. La maravilla abierta en otra parte. Las cosas que no
hacemos.
Hacerse el muerto
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