lunes, 21 de enero de 2019

Elizabeth Bishop

El iceberg imaginario

Preferimos el iceberg que el barco,
a pesar de que significara el final del viaje.
A pesar de que se quedó inmóvil como una roca nublada
y todo el mar se moviera como el mármol.
Preferimos el iceberg que el barco;
preferimos poseer esta llanura de nieve que respira
aunque las velas sean tendidas sobre el mar
como la nieve que yace sin disolverse sobre el agua.
Oh solemne campo flotante,
¿eres consciente de que un iceberg reposa
junto a ti y podría pastar en tus nieves cuando despierte?

Por esta escena daría sus ojos un marinero.
El barco es ignorado. El iceberg se levanta
y se hunde otra vez; sus cumbres cristalinas
corrigen elípticas el cielo.
Esta es una escena en la que el que pisa las tablas
es cándidamente retórico. El telón es bastante ligero
para ser levantado por las más finas cuerdas
que irreales giros de nieve proveen.
El ingenio de estas blancas cimas
discute con el sol. Su aplomo desafía el iceberg
sobre un vacilante escenario y se para y mira fijo.

El iceberg corta sus facetas desde adentro.
Al igual que joyas de una tumba
se adorna y salva perpetuamente
a sí mismo, tal vez las nieves
que tanto nos sorprenden tendidas en el mar.
Adiós, decimos adiós, el barco navega hacia
donde las olas sucumben dentro de otras olas
y las nubes huyen a un cielo más cálido.
Los icebergs se deben al alma
(de elementos menos visibles ambos se hicieron a sí mismos)
para verlos así: corpóreos, pálidos, erguidos indivisibles.




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